Este
fue el primer cuento que escribí. En la guarde de mi hija nos pidieron hacer un
cuento para el día del libro y me lancé a escribir en papel el cuento que
tantas veces la había contado. Es un cuento muy sencillo pero aún hoy, después
de tres largos años, cuando nombro a la Niña Caprichosa o la insinúo que se
está convirtiendo en un ogro, parece que he pulsado un interruptor que la hace
reaccionar y todo vuelve a la normalidad. Los niños tienen sus trucos para
hacerse notar de alguna forma u otra pero nosotros también como padres podemos
tener nuestras armas secretas, ¿no?
Érase una vez, en
un país no muy lejano, una niña muy caprichosa. Al principio simplemente pedía
cosas. Y además las pedía con la palabra mágica de la que todos los padres
hablan, la palabra “por favor”.
Si
la niña pedía un vaso de agua,
cualquiera le acercaba un vaso de agua. Si la niña quería ir a la piscina, al día siguiente sus papás la
llevaban a la piscina. Si la niña quería comerse un cocido, ese fin de semana su papá preparaba el mejor cocido del
mundo para ella.
Y así pasaron los
años, y la niña cada vez pedía cosas más raras. Quería ir a Saturno, comerse una sopa con gelatina por encima, una tarta de chocolate con macarrones…y
claro, sus papás no la hacían caso, la decían que estaba pidiendo cosas
imposibles. Y la niña cada vez que sus papás la decían que no a uno de sus
caprichos, ¡se ponía a llorar y se convertía poco a poco en un ogro feo y
colorado!!!
Pasó el tiempo, y
ya nadie quería jugar con la niña, ni sus amigos
del cole, ni sus abuelos, ni sus primos…¡era un rollo estar con una niña
siempre enfadada! Cada vez que la pequeña se enfadaba, su rabia iba creciendo y
cada vez se volvía más roja y gritona.
Un día, la niña
quiso salir a la calle con los pantalones en la cabeza, y claro, sus papás no la dejaron.
Comenzó a llorar tanto que creció y creció hasta el techo y se puso ¡roja como
un tomate! De camino a su habitación enfadada se vio en un espejo por
casualidad, y hasta ella misma se asustó de lo que vio:
-
¡¡Ahh un ogro! - gritó la niña.
-
Eres tú, mi niña, para que veas el miedo que das cuando te enfadas - le dijo la
madre.
A la niña no le
gustó nada de nada lo que se encontró reflejado en el espejo, asíque decidió
hacer caso a su madre, ponerse los pantalones en las piernas y pedir perdón a
sus padres por no haberles hecho caso.
A partir de
entonces, la niña comprendió que sus papás hacían todo lo que podían por
complacerla, pero que si no podían ir a Saturno o hacer una tarta de chocolate
con macarrones no era porque no quisieran, sino porque no podían o porque ¡les
dolería la tripa semanas!
Y todos vivieron
felices y contentos, y de vez en cuando, y solo para estar por casa, se ponían
los pantalones en la cabeza.